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Una cena que fue la última

na cena es una comida. La última del día. Quien come se alimenta, ingiere alimento para subsistir. Quien come, alimenta cuerpo y alma, la plenitud del ser. La comida es gesto de los sentidos; y también regocijo y satisfacción, alimento del espíritu, alimento de la vida.

Gesto envolvente el de comer. Alimento del cuerpo, alimento del alma; uno y otro en indisoluble unidad. Preparar el alimento, sentarse a la mesa, partirlo y compartirlo: calmar el hambre corporal y espiritual. Rito de bendición, regocijo y gratitud, gesto perfecto del amor.

De Jesús se cuenta que pasaba las noches en oración, desentrañando el interior de Dios. Orar es comulgar, establecer comunión con Dios, con las personas y las cosas a la vez. Lo propio del amor. Jesús era el orante, el amante perfecto. "Cuando llegó la hora, Jesús se sentó a la mesa con los apóstoles y les dijo: '¡Cuánto he deseado celebrar con ustedes esta cena de Pascua antes de mi muerte!'" (Lc 22, 16). Deseo que se perpetúa en la eternidad.

Comulgar no es propiamente recibir el cuerpo del Señor, sino más bien, ser recibido en el cuerpo del Señor, que es la comunidad. "Cuando comemos del pan que partimos, nos hacemos uno con Cristo en su cuerpo. Aunque somos muchos, todos formamos un solo cuerpo, pues todos y cada uno comemos de ese único pan" (1 Cor 10, 16-17). Pablo es sorprendente: "Ustedes son el cuerpo de Cristo, y cada uno de ustedes es parte de ese cuerpo" (1 Cor 12, 27).

La última cena forma parte de una serie de comidas. Por eso es última. Ya en tiempos de Jesús, compartir la mesa con alguien es hacerle el máximo honor. Este honor lo hace Jesús a los publicanos y "otra gente de mala fama". Los maestros de la ley lo critican porque "recibe a los pecadores y come con ellos" (Lc 15, 1-3). Jesús se mueve en una atmósfera de pecado: "Yo no he venido a llamar a los buenos sino a los pecadores para que se vuelvan a Dios" (Lc 5, 32).

En una cena de amigos hay ambiente de transparencia afectiva. Y más si es la última. Con el corazón en la mano, las palabras de despedida se cargan de elocuencia inaudita. No menos que el silencio, la mirada adquiere espesor divino, como si por un instante los comensales se encontraran en el paraíso, envueltos en la sorpresa de la fascinación.

Comulgo con alguien cuando me identificó con él, cuando coincidimos en ideas y sentimientos. Jesús comulga con sus discípulos: "Ustedes han estado siempre conmigo en mis pruebas. Por eso, yo les doy un reino, como mi Padre me lo dio a mí, y ustedes comerán y beberán a mi mesa en mi reino" (Lc 22, 28). El pan que comparten a la mesa es símbolo de comunión, de construcción de comunidad, anticipo del paraíso. Quien comparte el pan a la mesa, vive en el cielo ya.

Las palabras adquieren peso abrumador: "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el último día". ¿Ultimo? Sí. El día de la plenitud, que es el mismo que habla: Jesús. "Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él" (Jn 6, 54-56).

Valor inapreciable el de la comida. "La cena que recrea y enamora", canta S. Juan de la Cruz. Cena que recrea en cuanto es "fin de los males", y enamora "en cuanto es posesión de todos los bienes. Porque en serle generoso Dios al alma, la recrea, y en serle gracioso, la enamora" (Cántico 14-15, 28-29). En la comida ha puesto Dios el cielo al alcance de los sentidos.

La última cena comenzó: Dios en trance de invitar al hombre al festín perdurable de su cuerpo y de su sangre. Jueves Santo, banquete divino. Quien come de él no morirá jamás.

P. Hernando Uribe Carvajal, ocd


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