El Corpus Christi
orpus
Christi es una expresión hermosa. Despierta sentimientos de admiración y
gratitud. La fiesta que se celebraba un jueves cada año perdura viva en el
corazón. Sueños del paraíso alumbrando la trama de la vida cotidiana. La
mirada, la atención y la escucha tienen cuerpo. La felicidad se incorpora de
repente. Es decir, adquiere cuerpo. Como el vino, es embriagadora la felicidad
que tiene cuerpo. Un vino con cuerpo es delicioso. Lo que tiene cuerpo es
egregio, alucinante, arrobador; hace pleno, fecundo, rebosante a quien lo
disfruta.
Corpus Christi es el Cuerpo de
Cristo. Dios tiene cuerpo. Así garantiza su cercanía, su fidelidad, lo que los
seres humanos necesitan para ser iguales a sí mismos, felices, divinos. Al
tomar cuerpo, Dios le brinda al hombre la seguridad de ser imagen y semejanza
suya. Por ser cuerpo, lo veo, lo oigo, lo huelo, lo gusto, lo toco en mí, en
los demás, en todo. Llevo en las entrañas sus ojos dibujados.
En el principio existía la
Palabra, y la Palabra era Dios, y la Palabra se hizo carne: adquirió cuerpo, se
acercó. Las palabras hacen estremecer al lector. El cuerpo expresa cercanía;
puedo ver, oír, oler, gustar y tocar lo que tiene cuerpo. En esa forma Dios me
resulta cercano, tierno, sutil, suave, delicado. Lo disfruto con los sentidos:
"Alma de Cristo santifícame, Cuerpo de Cristo sálvame, sangre de Cristo
embriágame". En todo mi ser se expande el júbilo de la cercanía divina.
Me embriaga, me santifica, me salva. El alma de Cristo es su cuerpo, su cuerpo
es su alma; maravillosa complejidad de la unidad. En el hombre todo es uno. Más
aún, en Dios. Los sentidos del hombre son el sentido del hombre. Cuerpo en el
alma, alma en el cuerpo: exterioridad en la interioridad, interioridad en la
exterioridad.
"Cuando comemos del pan que
partimos, nos hacemos uno con Cristo en su cuerpo. Aunque somos muchos, todos
comemos de un mismo pan, y por eso somos un solo cuerpo" (1 Cor 10, 16-17).
Quien comulga, propiamente no recibe el cuerpo de Cristo; es recibido en él.
"Soy alimento de adultos; crece y podrás comerme. Y no me transformarás
en sustancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te
transformarás en mí" (S. Agustín).
En su primera comunión S.
Teresita vivió una experiencia inefable. "Aquel día no fue ya una mirada,
sino una fusión. Ya no eran dos: Teresa había desaparecido como la gota de
agua que se pierde en el seno del océano. Sólo quedaba Jesús, él era el
dueño, el rey". En mar se convierte la gota de agua que cae al mar. Al
comulgar, Teresita es recibida en el cuerpo del Señor. "Te amo y me
entrego a ti para siempre", repetía Teresita sin cesar aquel día.
Edith Stein, Santa Teresa
Benedicta de la Cruz en el Carmelo, escribía a una amiga: "Tú llegas y te
vas, pero permanece la semilla, echada por ti para fructificar en la gloria
venidera escondida en el cuerpo del polvo". El cuerpo se va deshojando en
escamas invisibles que no hacen ruido al caer. Los ojos, las manos y los pies
van llegando al polvo que siempre han sido. Cuerpo que se vuelve polvo para ser
por fin cuerpo del polvo. Cuerpo que eterniza lo que realmente es: imagen y
semejanza de Dios. El cuerpo da peso, prestigio, poder: quien comulga con el
Cuerpo de Cristo, se identifica con él, se vuelve divino.
Corpus Christi es fiesta de
integración de lo humano y lo divino, como si un regocijo tierno, vehemente,
arrollador bajara del cielo a la tierra y subiera de la tierra al cielo. Lo dice
un cantar místico: "La cena que recrea y enamora". Cuando el hombre
se sienta a la mesa a partir y compartir el pan está anticipando el cielo en la
tierra, como si una contemplación suave de admiración y gratitud se apoderara
de los sentidos: "La cena a los amados hace recreación, hartura y
amor" (S. Juan de la Cruz). ¿Algo así es Corpus Christi?
P. Hernando Uribe Carvajal,
ocd
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